miércoles, 15 de octubre de 2008

Indistancia

Corre! Deprisa! Apresúrate a adentrarte en tu habitáculo, sobre tus cuatro ruedas, en tu mundo cerrado, alieno del viento, y cruza las largas distancias que separan lo eterno del hombre. Corre, apresúrate: de lo tuyo a lo que es para ti, sin tiempo entremedio o con un tiempo ínfimo, con un tiempo siempre medido sobre ti, sobre aquello hecho por ti para cruzar el largo espacio entre lo tuyo y lo que es para ti; para aunar, rápidamente, el circulo y perpetuar la eternidad de lo humano que solo da al hombre.
Sobre el arcén, velocísimo, elimina la distancia entre un hombre y el otro, borra aquello que no sea mundo humano, que no sea ciudad; únete a ti mismo con tus hermanos, salva las yuxtaposiciones con la total velocidad de tus medios creados para la mezcla, para lo indistinto, para que sea todo tan tuyo como del hombre… tú, hombre entre hombres.
Salva el espacio eliminando el tiempo… Que cada hora sean cinco minutos y cada cinco minutos una ciudad. Entrégate al pasar volátil de los coches y olvida que algo hay en el exterior de la ciudad; deja allí, sobre el arcén, los restos de las cosas que pasaron: flores sobre los guardarrailes, matriculas arrancadas, restos de goma de ruedas… todo misterios que nos hacen presente la muerte del exterior, y tú, hombre, hablando solo para el hombre, callado siempre para el mundo, complácete en eliminar, en cruzar velozmente aquellos espacios en los que tu hablar dice nada, allá donde no se te comprende y permítete, de vez en cuando, salir una noche a la aventura:
Andar por el arcén de una tierra desconocida, en busca de un lugar seguro en el que pasar la noche, cansado después de andar todo el día. Ver como cae la tarde, oscurece y la carretera se introduce en el bosque. Escuchar lo aullidos de los lobos a una lejanía tal que notas demasiado cercano el miedo. Correr! Correr entonces, y pensar: “estoy en el mundo del hombre, los lobos no pisarán el arcén; el afuera no puede atacarme”; y alcanzar la ciudad.
Y seguir tus viajes, siempre, dentro de ti, en tu habitáculo, de ciudad a ciudad, de hombre a hombre, siempre dentro de ti hasta que el exceso sea tal que seas tu mismo quien te mates, inmune ya a lo externo, con un cáncer de garganta.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Comunicar

Ocasionalmente y de modo intermitente, en Francia acostumbran a recibir algo que podría llegar a definirse como un estracto de escritura. Verdeazulado o grisaceo, marrón o color carne, el trozo de papel termina, usualmente, colgando de la pared de cualquier comedor de una casa de familia numerosa; la cual, sedienta y hambrienta, no presta la menor antención a aquello que les permite no ver el desaguisado del yeso que mal cubre la pared.
Puesto que, este tipo de construcciones, acostumbra a tener, para disimular su poco espacio, unos grandes ventanales, el sol acostumbra a iluminar toda la estancia haciendo que, con el paso del tiempo, los papeles se descoloreen e incluso pierda lo que, por exceso de tinta, expresaban. Por ello, mal que a disgusto de sus padres, los niños acostumbran a pintar las paredes intentando imitar los aún demasiado extraños, para ellos, dibujos que veían en los papeles expuestos al sol.
Mas llega un momento -y este momento siempre llega, dado que el lenguaje siempre lleva su tiempo- en el que el gobierno francés decide intentar recuperar alguno de los estractos de escritura perdidos. Entonces cuelga carteles por las calles de sus pueblos y ciudades reclamando a todo aquel propietario de dichos papeles coloreados que se los entreguen; que hagan uso de su buen patriotismo y les entreguen los papeles recibidos del exterior, pues "de estos depende el futuro de la nación y la estructuración del estado en relación al exterior".

viernes, 22 de agosto de 2008

La Fuga

Alzas los ojos por encima de los lomos de tu montura y ves, sobre la llanura, dibujarse el cielo como una caricia deslizandose sobre un cuerpo dormido.
Sientes aferrarse fuerte a tu pecho unos brazos y notas volcarse sobre tu espalda todo un cuerpo, llenando tu interior. Y sabes que mientras así cruces las palidas ciudades de lo humano nadie podrá impedirte ver el cielo (unido a la tierra, fundido en el mar) tras los opacos cristales de las voluntades ahogadas.
Te entristece el presagio dulce y advisor de unas nuves queriendo ser tierra sobre dos cuerpos tendidos en el cesped de un pequeño parque urbano, y te vuelcas, con fuerza, sobre el cuerpo que en tí se volcara, aferrando, ambos, las riendas de vuestras monturas.
El Sol perpetúa al amanecer y, tras cada instante, nace una nueva forma de entenderlo todo, suave y exigente como el llanto de un dios reciennacido.
Entonces, sobre sus labios, en la ciudad, a la intemperie multivocifera de una llanura limitada por el horizonte, os desvaneceis, abrazados, y comprendeis que aún queda lugar para la poesía.

jueves, 24 de julio de 2008

Esperar nada (reflexión sobre "Penelope" de J.M. Serrat)

El sauce, ya sin hojas, descansa, a la espera, ahora, de nada, en la estación; mientras ella, joven como había sido, se despide de aquella primera voz que intentara recordarle lo que fue.
Como cada mañana –vestida de domingo, bolso al hombro y abanico en mano- se sentó sobre un banco en el andén y observó los trenes que al pasar escupían y absorbían gente que no esperaba nada. Mas, no era a ellos a quienes esperaba. No era, tampoco, y nunca nadie lo entendió, el amor lo que esperaba; ni tan solo esperaba ya a su amante - pero él tampoco lo comprendió.
Con la mirada perdida, el horizonte sobre sus pies y su andar casi de puntillas por un mundo que no es el que quería, que nunca fue el que esperara, aguardaba, cada día, hasta el anochecer, la partida de un hogar tan hecho ya, tan lleno de cosas que no dejaba espacio para quién no quisiera ser solo alimento de los trenes.
Y, con la esperanza marchita y la falta de decisión para actuar -¿qué hacer?- esperaba -espera aún- que un día parta el último tren, el último de todos aquellos trenes que una tarde plomiza de Abril devoraron a su amante. Alberga en ello la esperanza de que, quizá, en aquel momento, manifestar su fe fuera llenar nada: hacer. Entonces, se dice, con el caer de la noche, regresaría a su casa con el deseo de que, mañana, al llegar a la estación, no saldría ya ningún otro tren: Habría al fin espacio para la acción.

miércoles, 23 de julio de 2008

Vida interior

Como un sirope de fresa al derramarse sobre la superficie de un helado de nata llena de protuberantes trozos de cacahuete, el odio se esparce sobre la ciudad mientras sus habitantes callan:
Es de noche y, dado que siempre se ha creído que en la noche gobernaba el silencio, se prohíbe decir nada, tal como si el silencio y el habla se relacionaran de algún modo.
Bajo la claridad total de una bombilla y con permiso de habla una vez ahogada la noche, un hombre reposa en un sofá mientras se entretiene con un programa de televisión a la espera de que llegue la hora de cenar; dos paredes más allá el hijo del vecino, al que solo saluda al cruzárselo por la escalera, llora.
Entretanto, su mujer se dispone a hacer un par de bistés una vez preparada ya la sopa. Se detiene un instante para mirar a través del cristal de la cocina y una leve brisa la arrastra a orillas del mar, sobre la punta del muelle de su ciudad natal, donde, siendo aún mozuela, se cruzó por primera vez con su marido. “Tienes los ojos de un azul tan intenso que se me semeja que acabaras de bajar al espigón para llenártelos de agua marina”, le dijo él una vez; “sin lugar a dudas”, se dice ella ahora, “es por ello que mis ojos derrochan agua salada al pelar una cebolla”.
En el centro de la noche, el niño empieza a gritar mal no saber, por falta de edad, hablar, aún. En el piso de encima un estudiante de filosofía lee este relato y se sonríe de la excesiva humanidad que tiene el texto, calla y, solitario, sin haber dicho nunca nada, se ahoga en su propia risa.
El ruido del cuerpo del estudiante al caer contra el suelo despierta al padre del niño que gritaba mientras el vecino del segundo segunda llega, al fin, tras una dura jornada de trabajo y con el mono sucio de grasa, a su casa: abre la puerta, se tumba sobre su cama y se duerme.
Una vez haya regresado de su viaje al pasado, la mujer del hombre que descansaba sobre el sofá, le avisara que la cena está servida; comerán viendo juntos, como cada día, el telediario y, al terminar, se irán a dormir en el mismo momento en el que el padre soltero alcanza a socorrer el llanto de su hijo. De este modo, al asomar su cabeza por encima de la baranda de la cuna, cesará el llanto y, entonces, él lo acariciará y se percatará de que ya no respira.

lunes, 21 de julio de 2008

El ahogado

Ahora, descalzo y sobre la moqueta, te escribiría una carta de amor sino fuera por el ruido de un autocar al pasar. Mas, mí escribirte ahora no sería como el sollozo de un cuerpo sin aire que necesitara hablar para convencerse de que aún respira; por el contrario, sería, tal vez, como el susurrar desde el interior de una escafandra, bajo el mar, llena de un aire totalmente artificial, creado con la única finalidad de transportar las palabras que te escribo; mal que nunca las pudieras escuchar, mal que nunca fueran tuyas las palabras que te diera sobre un papel.
Por ello, por el saber que no serán tuyas mis palabras, más que por todos los autocares venideros, no te escribo ahora la carta que te escribiría y callo -sin aire, ya- y dejo que las cosas me digan.

Consumir

El silencio se llena por el roer de una mandíbula cuando la noche ha disimulado la forma de los cuerpos; momento en el que el dolor podría ser el placer o una flor silvestre en un prado de amapolas, de tan indiferenciado que estaría; y lo que llenara aquello que muerde podría ser, en un momento de olvido, la propia sangre del ahogado que, silencioso y sin hacer manifestación alguna de sí, grita y enloquece por y entre las cosas que lo señalan y lo hacen presente.
Tal vez, en esos momentos, solía haber, en los tiempos pasados, un excesivo consumo del flujo de vida; hoy en día, el ahogado fluye. Pero es entonces, en el centro de ese fluir, que se escucha, por las noches, el feroz mascar de unas mandíbulas que podrían ser tobillos o estomago, y por debajo de las puertas corre la sangre, y el ahogado despierta con el cuerpo lleno de urticaria y con sus tripas en su boca.

jueves, 17 de julio de 2008

Cae el horizonte

Ver perfilarse en la distancia algo parecido a una luz sería como intentar afirmar que estás a oscuras, mal no estar convencido de ello; dado que, donde te hallas, no es más que el largo susurro de un vendaval que no toca nada.
Por unos momentos, con la cara ensangrentada, creerias sentir algo fluyendo sobre tu rostro, si no fuera por el suspiro meditabundo de una ciudad deshabitada.
Piensas que quizá deberías andar y, sin embargo, crees que ya estas andando, pues es tan sin nada el lugar donde te encuentras que nada no puede ser ocupada, tan siquiera por la oscuridad. Retomas, por un instante, lo sucedido y se desdibuja la posibilidad de que se manifieste una luz.
Te preguntas por si realmente haces algo y, no obsante, sabes que no has dejado nada por hacer.
Más tarde, el viento susurrará cada vez más fuerte, como si una ciudad desolada gritara en la lejanía; solo entonces sabrás que no estabas y dejarás que, sin más preambulo, caiga el horizonte.

martes, 15 de julio de 2008

El ruido del mar

Tras cerrar los ojos, y como si la falta de luz fuera suplida por un extraño suspirar de olas repetidas, el recuerdo se posa sobre la ausencia de visión de tal modo que, al parecer, ves, repetida escena sobre escena repetida, un conglomerado de lo que fuiste o quisiste haber sido. Y preguntas "¿quizá... tal vez... mañana...?"
Pero lentamente, al cruzar unas vías nasales un tanto estrechas, el mar enfurece, estruendoso, contra las rocas y, en ese callado instante, ya no estas donde te ves:
Un árbol sobre la puerta de una casa anuncia cual campana que es hora de comer, mientras las setas focalizan la dirección de sus múltiples raíces sobre la mesa del comedor: tienen hambre y bueno fuera no tener que esperar, mas los días aún no están del todo hechos y es voz popular que crudos no saben a nada. Talvez ahora que recorre el aire una perdiz sobre los lomos de un transeúnte grisáceo que parecería ser un mapache de no ser por las negras ojeras que rodean su mirar, podría ser el momento de dejar cantar a Gizbo en la piscina mal que hayan tocado las doce. Entonces te levantas y tienes los ojos ensangrentados; ves sus pelos, sus ojos, sus sueños y recuerdas que no son los tuyos, bajas de la cama y tropiezas con una anguila asfixiada que dormía en el salón, es quizá el momento de volver; saltas sobre los retablos de una vieja iglesia perdida en los Pirineos y aprovechas sus maderas para hacerte un bate de béisbol: "total", te excusas, "si no se lo han llevado será porque no lo querrán". Gritas!, gritas!, gritas! y sus ojos te miran; míralo ahora, tan bien plantado, tan erguido, parece que este a punto d decirte "te quiero", de dársete en la ausencia de luz, más se desvanece, se deshace, se ahoga en un charco de sol, sobre tu cama.
Tras la ventana canta un ruiseñor.
Abres los ojos.
La tempestad ha terminado.

Un encuentro

Inevitablemente, cuando todo parecería haber terminado, surge, tras una leve sonrisa, un quebrar lento una pestaña, un dolor ya desahogado sobre el suave ruido de la soledad, mientras se derrumban, así, todos los aires como postales desatadas de los clavos de la pared.
Nunca antes se había manifestado de tal modo la distancia entre dos vidas y, sin embargo, en aquel preciso instante en el que unos ojos se posan sobre otros a la vez que resuena lejano un adiós, nunca antes habían estado tan cerca.
Él calla y, sin embargo, quizá, solo quizá, podrían haber caído los instantes pasados como una madura granada al margen del camino. Entre tanto, ella desciende, apesadumbrada, la escalera: Noches ha que no duerme mientras intenta sofocar el grito que daría crédito a sus oídos.
Luego, un árbol cae sobre un colchón vacío y descuida asustar a la noche mientras unos niños corretean por el bosque cual recuerdos que perdieran su ordenación y quisieran ser hojas desasidas sobre océanos escarlata.
Entonces, como si no hubiera pasado nada, todo parecería terminado y, no obstante, él camina, aún, ella llora.

miércoles, 25 de junio de 2008

Rituales privados II

Tras la ventana, las risas de las gaviotas sobre la mar saludaban un nuevo día. Poco a poco, caían hojas de su piel otoñal mientras llovía sobre la almohada.
Dejo el filo sobre la mesita de noche y se levantó; sin lugar a dudas, alguna extraña alergia había invadido su cuerpo, ahora rojizo. El Sol brillaba tras las ventanas como una nueva verdad, sombra de aves sobre el agua.
El café con leche, esa mañana, no supo como tantas otras mañana mientras lavaba la navaja de afeitar. Era, sin duda, el momento oportuno para bajar los desperdicios de la noche anterior al contenedor público.
Luego se vistió, sabía que algo había terminado, y volvió al trabajo.

sábado, 14 de junio de 2008

Rituales privados

Los pasos descienden lentamente sobre el mostrador y, como el crujir nocturno de una almohada, alguien esparce un susurro por el aire de la habitación, manifestando un habla que no quiere ser escuchada.
Él caerá entonces sobre las viejas convenciones y comprenderá que no hay vuelta atrás.
Alguien se conmovera, no es momento ahora para lamentar el pasado: sabían que lo habían cuidado con toda suerte de lujos consagrandolo para aquel instante.
Luego la voz sonará y, como una vidriosa binza de hierro, resonará por todo el habitáculo llevando, con su ruptura, a la desesperación, al movimiento convulsivo y al grito de todos los presentes, salvados ya, mientras la sangre se filtra por debajo de la puerta como el llanto de una conciencia enclaustrada.

domingo, 8 de junio de 2008

Purificación

Tras escuchar sus palabras, le quedaron apenas fuerzas para cerrar lentamente los ojos mientras sus muslos dormían sobre la butaca de aquel viejo bar.
Entonces, ya dentro de sus ojos, una mano le acariciaba la piel mientras se entregaba a la delicadeza de la noche pasada.
No podía comprender lo que escuchaba y su cabeza se repetía, como una desfasada predicción, que sabía que sucedería lo ocurrido.
Comprendió que, ahora, todo cambiaba; que, no siendo ya todo como era antes, todo seguía siendo todo, y que las posibilidades de ser aquel todo que se quiso ser se perdían en el no querer ser aquel todo, mientras no compriendía nada.
Lo miró... seguía allí... no podía entender que no era este momento para permanecer demasiado tiempo en una misma situación, que tenía que marcharse... Recordaba, ahora, aquella primera noche de placer... no era posible... habían preferido esperar...
- Te dije que no se lo dijeras -Dijo mientras mantenía los ojos cerrados.
- Ya... -Sonó, lejana, una voz.
... Y ahora todo estaba perdido; no había nada más que hacer donde la nada estaba ya hecha...
Y él se levanto, dijo adiós, se giró y se fue... Ella permaneció sentada en el sofá -esa era su vida entonces- sin ver que, tras el cristal, él daba media vuelta y retrocedía pensando, como ella, en ello.

jueves, 29 de mayo de 2008

Decir

Cae la noche sobre el mar y, en la ciudad, todo descansa.

Las tenues luces de los faros, estrellas caídas, alumbran las callejas de un barrio cualquiera. Un gato salta de un contenedor a una jarra de cerveza, regando las resecas gargantas de los geranios que reposaban sobre las rotas jardineras. En la oscuridad de una habitación alguien susurra mientras lo acaricia una mano amiga.

Un coche cruza el silencio para callar y descansar en los muros de cada sol.

Muros que, sin percibirlo, son cruzados por un grito que despedaza la noche dormida llenando la oscuridad que se cernía sobre la ciudad. Desesperado grito que pronuncia aquello que nadie quisiera poder pronunciar, angustia perdida de algo largamente callado, dormido, obligado a esconderse.

Todo descansa en la ciudad al llegar esas horas en las que la oscuridad permite el paso del sigilo al estruendo tal cual si nada sucediera, como si nadie lo escuchara, y, sin escucharlo, olvidando el día, un hombre desciende las escaleras de la casa de la mujer cuyo nombre el grito pronunciaba mientras cesan los susurros.

sábado, 24 de mayo de 2008

Instante

Hela ahí la verdad, de nuevo… Y tú tan callada de nuevo…

¿Cómo haber previsto que no volvería a ser lo que ya fue?

Y ella está tan cambiada ahora que te la miras incapaz de reconocerla mientras se interpone entre nosotros. Y recuerdas –y tu recuerdo también es ella- que te advertí, me advertiste: “No volverá”… y hela aquí, de nuevo, la verdad… tan cambiada y, sin embargo, tan innegablemente ella que la impotencia de lo que queríamos haber querido se desvanece mientras ella no se desvanezca…

¡Como callan ahora las angustias soportadas sobre las húmedas almohadas del intervalo!… Y nos miramos… y ella nos confiesa, inevitablemente, lo que no queremos confesarnos, aquello que callamos por no querer verlo huir –hecho lenguaje- por entre las corrientes del viento que se desvanece en la distinción del cielo con el mar…

Entonces, con un leve movimiento de mano, una sonrisa de terror, una devoradora mirada y un hilo de voz que parecería el canto de un gorrión ante un temporal, nos decimos, casi sin oírlo: “Adiós” y seguimos hacia adelante, mal que hacia adelante para ti sea hacia atrás para mí… Algún día nos presentarán y tomaremos un café en un bar…

Y ahí también está la verdad, mientras se desvanece y vuelve, siempre como verdad… ¡Siempre tan distinta!

jueves, 22 de mayo de 2008

Una carta

<-Adios -se giró, dió tres pasos, se volvió, retrocedió... todo estaba vacío, ya, todo había pasado... ¿Y ahora, qué?
>Después de las traslucidas algas vistas como através de un cristal rojizo, olvidadas tras el fondo del mar; después de su partida, después del vacío, ¿qué?
>Se preguntaba, se inquietaba, desesperaba y se decía: "Después de todo... esto" y miraba frente sí y no había nada, miraba su dedo que no señalaba a nada y se desvanecía toda intención de habla... "esto, esto, esto" se repetia como un eco en su cabeza, "esto" y esto no era nada...
>¿Por donde poder ver entonces el recuerdo?
>Una vez acabado todo podría -solía decirse- recordarlo, levantarse sobre lo sucedido y explayarse en sus mejores y sus peores momentos, aprovechandolos y ordenandolos a su antojo; pero, una vez acabado todo, se había acabado, también, el recordar y no recordaba, siquiera, sus palabras mientras "esto, esto, esto" se repetía com un vacío en su pensar.
>Su dedo, poco a poco, se perdía, también, con él, y las imagenes, y los sueños, y la luz, y ante él, nada. Como por un efecto fugaz de magia concertada todo había pasado y no había nada, ahora, sobre que sujetarse, ningún punto de apoyo, ningún distanciamiento, nada... nada que perder, nada perdido... Ni silencio.
>"Esto, esto, esto" se repetía en su cabeza, pero esto no era nada, y la repetición lo era todo.
>Ante sí... nada, pero nada no estaba allí; ni el ligero olor a aceitunas de los cuerpos tendidos al sol de una noche de invierno, sobre un tejado, con Neruda bajo e brazo; ni aquel entrecot al roquefort que nos aunó en nuestro viaje por la catarata de Altazor... nada.
>Nada más... nada... ni flores sobre la cama.
>Mas, después de todo, habiendolo cruzado todo, quedaba él; pero su cuerpo, poco a poco, se desdibujaba... ya no recordaba quién era, pasado ya el recuerdo, su mente se perdía mientras "esto, esto, esto" llenaba el espacio, que no era nada, y el tiempo, donde no pasaba nada, y se cegaba ya toda palabra... y nada quedaba, y nada no estaba, y nada se perdió>

Este texto lo encontré bajo la puerta de mi casa metido en un sobre en cuyo reverso ponía: "Esto paso cuando ella se fue".
Obviamente lo tiré a la basura y guardé la bolsa en el que lo había tirado en el mueble de las cosas viejas, hasta el día de hoy en el que, soportando el olor de los años, decidí hacerlo público.