jueves, 24 de julio de 2008

Esperar nada (reflexión sobre "Penelope" de J.M. Serrat)

El sauce, ya sin hojas, descansa, a la espera, ahora, de nada, en la estación; mientras ella, joven como había sido, se despide de aquella primera voz que intentara recordarle lo que fue.
Como cada mañana –vestida de domingo, bolso al hombro y abanico en mano- se sentó sobre un banco en el andén y observó los trenes que al pasar escupían y absorbían gente que no esperaba nada. Mas, no era a ellos a quienes esperaba. No era, tampoco, y nunca nadie lo entendió, el amor lo que esperaba; ni tan solo esperaba ya a su amante - pero él tampoco lo comprendió.
Con la mirada perdida, el horizonte sobre sus pies y su andar casi de puntillas por un mundo que no es el que quería, que nunca fue el que esperara, aguardaba, cada día, hasta el anochecer, la partida de un hogar tan hecho ya, tan lleno de cosas que no dejaba espacio para quién no quisiera ser solo alimento de los trenes.
Y, con la esperanza marchita y la falta de decisión para actuar -¿qué hacer?- esperaba -espera aún- que un día parta el último tren, el último de todos aquellos trenes que una tarde plomiza de Abril devoraron a su amante. Alberga en ello la esperanza de que, quizá, en aquel momento, manifestar su fe fuera llenar nada: hacer. Entonces, se dice, con el caer de la noche, regresaría a su casa con el deseo de que, mañana, al llegar a la estación, no saldría ya ningún otro tren: Habría al fin espacio para la acción.

miércoles, 23 de julio de 2008

Vida interior

Como un sirope de fresa al derramarse sobre la superficie de un helado de nata llena de protuberantes trozos de cacahuete, el odio se esparce sobre la ciudad mientras sus habitantes callan:
Es de noche y, dado que siempre se ha creído que en la noche gobernaba el silencio, se prohíbe decir nada, tal como si el silencio y el habla se relacionaran de algún modo.
Bajo la claridad total de una bombilla y con permiso de habla una vez ahogada la noche, un hombre reposa en un sofá mientras se entretiene con un programa de televisión a la espera de que llegue la hora de cenar; dos paredes más allá el hijo del vecino, al que solo saluda al cruzárselo por la escalera, llora.
Entretanto, su mujer se dispone a hacer un par de bistés una vez preparada ya la sopa. Se detiene un instante para mirar a través del cristal de la cocina y una leve brisa la arrastra a orillas del mar, sobre la punta del muelle de su ciudad natal, donde, siendo aún mozuela, se cruzó por primera vez con su marido. “Tienes los ojos de un azul tan intenso que se me semeja que acabaras de bajar al espigón para llenártelos de agua marina”, le dijo él una vez; “sin lugar a dudas”, se dice ella ahora, “es por ello que mis ojos derrochan agua salada al pelar una cebolla”.
En el centro de la noche, el niño empieza a gritar mal no saber, por falta de edad, hablar, aún. En el piso de encima un estudiante de filosofía lee este relato y se sonríe de la excesiva humanidad que tiene el texto, calla y, solitario, sin haber dicho nunca nada, se ahoga en su propia risa.
El ruido del cuerpo del estudiante al caer contra el suelo despierta al padre del niño que gritaba mientras el vecino del segundo segunda llega, al fin, tras una dura jornada de trabajo y con el mono sucio de grasa, a su casa: abre la puerta, se tumba sobre su cama y se duerme.
Una vez haya regresado de su viaje al pasado, la mujer del hombre que descansaba sobre el sofá, le avisara que la cena está servida; comerán viendo juntos, como cada día, el telediario y, al terminar, se irán a dormir en el mismo momento en el que el padre soltero alcanza a socorrer el llanto de su hijo. De este modo, al asomar su cabeza por encima de la baranda de la cuna, cesará el llanto y, entonces, él lo acariciará y se percatará de que ya no respira.

lunes, 21 de julio de 2008

El ahogado

Ahora, descalzo y sobre la moqueta, te escribiría una carta de amor sino fuera por el ruido de un autocar al pasar. Mas, mí escribirte ahora no sería como el sollozo de un cuerpo sin aire que necesitara hablar para convencerse de que aún respira; por el contrario, sería, tal vez, como el susurrar desde el interior de una escafandra, bajo el mar, llena de un aire totalmente artificial, creado con la única finalidad de transportar las palabras que te escribo; mal que nunca las pudieras escuchar, mal que nunca fueran tuyas las palabras que te diera sobre un papel.
Por ello, por el saber que no serán tuyas mis palabras, más que por todos los autocares venideros, no te escribo ahora la carta que te escribiría y callo -sin aire, ya- y dejo que las cosas me digan.

Consumir

El silencio se llena por el roer de una mandíbula cuando la noche ha disimulado la forma de los cuerpos; momento en el que el dolor podría ser el placer o una flor silvestre en un prado de amapolas, de tan indiferenciado que estaría; y lo que llenara aquello que muerde podría ser, en un momento de olvido, la propia sangre del ahogado que, silencioso y sin hacer manifestación alguna de sí, grita y enloquece por y entre las cosas que lo señalan y lo hacen presente.
Tal vez, en esos momentos, solía haber, en los tiempos pasados, un excesivo consumo del flujo de vida; hoy en día, el ahogado fluye. Pero es entonces, en el centro de ese fluir, que se escucha, por las noches, el feroz mascar de unas mandíbulas que podrían ser tobillos o estomago, y por debajo de las puertas corre la sangre, y el ahogado despierta con el cuerpo lleno de urticaria y con sus tripas en su boca.

jueves, 17 de julio de 2008

Cae el horizonte

Ver perfilarse en la distancia algo parecido a una luz sería como intentar afirmar que estás a oscuras, mal no estar convencido de ello; dado que, donde te hallas, no es más que el largo susurro de un vendaval que no toca nada.
Por unos momentos, con la cara ensangrentada, creerias sentir algo fluyendo sobre tu rostro, si no fuera por el suspiro meditabundo de una ciudad deshabitada.
Piensas que quizá deberías andar y, sin embargo, crees que ya estas andando, pues es tan sin nada el lugar donde te encuentras que nada no puede ser ocupada, tan siquiera por la oscuridad. Retomas, por un instante, lo sucedido y se desdibuja la posibilidad de que se manifieste una luz.
Te preguntas por si realmente haces algo y, no obsante, sabes que no has dejado nada por hacer.
Más tarde, el viento susurrará cada vez más fuerte, como si una ciudad desolada gritara en la lejanía; solo entonces sabrás que no estabas y dejarás que, sin más preambulo, caiga el horizonte.

martes, 15 de julio de 2008

El ruido del mar

Tras cerrar los ojos, y como si la falta de luz fuera suplida por un extraño suspirar de olas repetidas, el recuerdo se posa sobre la ausencia de visión de tal modo que, al parecer, ves, repetida escena sobre escena repetida, un conglomerado de lo que fuiste o quisiste haber sido. Y preguntas "¿quizá... tal vez... mañana...?"
Pero lentamente, al cruzar unas vías nasales un tanto estrechas, el mar enfurece, estruendoso, contra las rocas y, en ese callado instante, ya no estas donde te ves:
Un árbol sobre la puerta de una casa anuncia cual campana que es hora de comer, mientras las setas focalizan la dirección de sus múltiples raíces sobre la mesa del comedor: tienen hambre y bueno fuera no tener que esperar, mas los días aún no están del todo hechos y es voz popular que crudos no saben a nada. Talvez ahora que recorre el aire una perdiz sobre los lomos de un transeúnte grisáceo que parecería ser un mapache de no ser por las negras ojeras que rodean su mirar, podría ser el momento de dejar cantar a Gizbo en la piscina mal que hayan tocado las doce. Entonces te levantas y tienes los ojos ensangrentados; ves sus pelos, sus ojos, sus sueños y recuerdas que no son los tuyos, bajas de la cama y tropiezas con una anguila asfixiada que dormía en el salón, es quizá el momento de volver; saltas sobre los retablos de una vieja iglesia perdida en los Pirineos y aprovechas sus maderas para hacerte un bate de béisbol: "total", te excusas, "si no se lo han llevado será porque no lo querrán". Gritas!, gritas!, gritas! y sus ojos te miran; míralo ahora, tan bien plantado, tan erguido, parece que este a punto d decirte "te quiero", de dársete en la ausencia de luz, más se desvanece, se deshace, se ahoga en un charco de sol, sobre tu cama.
Tras la ventana canta un ruiseñor.
Abres los ojos.
La tempestad ha terminado.

Un encuentro

Inevitablemente, cuando todo parecería haber terminado, surge, tras una leve sonrisa, un quebrar lento una pestaña, un dolor ya desahogado sobre el suave ruido de la soledad, mientras se derrumban, así, todos los aires como postales desatadas de los clavos de la pared.
Nunca antes se había manifestado de tal modo la distancia entre dos vidas y, sin embargo, en aquel preciso instante en el que unos ojos se posan sobre otros a la vez que resuena lejano un adiós, nunca antes habían estado tan cerca.
Él calla y, sin embargo, quizá, solo quizá, podrían haber caído los instantes pasados como una madura granada al margen del camino. Entre tanto, ella desciende, apesadumbrada, la escalera: Noches ha que no duerme mientras intenta sofocar el grito que daría crédito a sus oídos.
Luego, un árbol cae sobre un colchón vacío y descuida asustar a la noche mientras unos niños corretean por el bosque cual recuerdos que perdieran su ordenación y quisieran ser hojas desasidas sobre océanos escarlata.
Entonces, como si no hubiera pasado nada, todo parecería terminado y, no obstante, él camina, aún, ella llora.