viernes, 22 de agosto de 2008

La Fuga

Alzas los ojos por encima de los lomos de tu montura y ves, sobre la llanura, dibujarse el cielo como una caricia deslizandose sobre un cuerpo dormido.
Sientes aferrarse fuerte a tu pecho unos brazos y notas volcarse sobre tu espalda todo un cuerpo, llenando tu interior. Y sabes que mientras así cruces las palidas ciudades de lo humano nadie podrá impedirte ver el cielo (unido a la tierra, fundido en el mar) tras los opacos cristales de las voluntades ahogadas.
Te entristece el presagio dulce y advisor de unas nuves queriendo ser tierra sobre dos cuerpos tendidos en el cesped de un pequeño parque urbano, y te vuelcas, con fuerza, sobre el cuerpo que en tí se volcara, aferrando, ambos, las riendas de vuestras monturas.
El Sol perpetúa al amanecer y, tras cada instante, nace una nueva forma de entenderlo todo, suave y exigente como el llanto de un dios reciennacido.
Entonces, sobre sus labios, en la ciudad, a la intemperie multivocifera de una llanura limitada por el horizonte, os desvaneceis, abrazados, y comprendeis que aún queda lugar para la poesía.