lunes, 17 de febrero de 2014

Fin (fragmento re-encontrado)

Cuando el silencio te hiere en la garganta como una fría ráfaga de viento, a esas altas horas de la noche en las que sientes verterse sobre tu lengua la sangre de tus encías mientras intentas que tus pulmones sean algo más que un mero recipiente, recuperas los cristales rotos que se esparcieron sobre el arcén y buscas los numerales que perdieron el norte sobre un estrepitoso oscurantismo pasajero.
Sabes –dado que en ese momento todo pensar es saber- que el impensable paso que iniciarán tus intestinos para establecer un diálogo con tus órganos sexuales son un claro ejemplo de democracia, además de ilustrar ampliamente el trazado de dos líneas paralelas.
Ya no queda nada sobre las mesas rotas y el fuego empieza a arder sobre los lechos en los que te pudiste tumbar.
¿Quién querrá unas botas nuevas, entonces? ¿Quién querrá caminar cuando el derecho a no ser nadie transluzca como una imposición?
Cuando los días contados por los números que, inventados, una vez olvidamos, crean que no quedan ya más días que ellos mismos, como las moscas creen, por no ver más moscas sobre una mierda, que ellas son la mierda; entenderemos la fabula del león y la espina, pues bajo su pie no podía ver nada.
¡No es aceptable que un texto pese sobre tantas manos! Menos aún que no pese sobre mano alguna. Y 65 horas no las puede trabajar nadie en un solo día.
Luego, seguramente, sólo nos quede el suave vaciar de los motores y el ruido de un extractor, el humo de una sartén quemada en la cocina y la bocina del vecino sobre la vagina del decimo vacilar de una puerta aún no abierta… y cerrar los ojos, claro está; siempre nos quedará cerrar los ojos: cerrar los ojos para no abrirlos nunca más.