Tarde en Gerona. Intento buscar un lugar calmado en el que leer. Encuentro, cerca de
la catedral, un mirador que no parece muy transcurrido. Me
siento en un banco y prosigo con la tarea planificada. El libro objeto de mi acción es “El culpable” de George Bataille. Me propongo la
posibilidad de repetir la experiencia de Bataille (es decir, la de
Nietzsche, la de Nancy... la de Blanchot, si se quiere) tratando
llegar al extremo de lo posible. Me abrumo imaginándome desaparecer
entre las palabras del libro. Empieza a llover, pero sigo leyendo,
sin inmutarme. Imagino por un momento como algo glorioso permanecer
leyendo bajo la lluvia mientras la tinta, mojada, se desparrama por
las hojas. El libro, que en aquel momento era yo mismo, se deshace en
mis manos por efecto del agua. Inexplicablemente (o no) me deshago con él,
me derrito hasta que sólo quedan mis huesos leyendo un libro
destruido. Me horrorizo. Imagino la admiración de otro ante la firme
persistencia que manifestaría un final así. Me río avergonzado. Obviamente, antes de
que la tormenta estalle, me levanto y busco algún bar en el que
ponerme a resguardo de la lluvia. No ha sucedido
nada; el libro permanece intacto. Comprendo que es imposible, para
mi, que lo estoy leyendo, repetir la experiencia de Bataille y me
percato de que, precisamente por ello, es en su lectura que la
repito.
miércoles, 17 de julio de 2013
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