miércoles, 23 de julio de 2008

Vida interior

Como un sirope de fresa al derramarse sobre la superficie de un helado de nata llena de protuberantes trozos de cacahuete, el odio se esparce sobre la ciudad mientras sus habitantes callan:
Es de noche y, dado que siempre se ha creído que en la noche gobernaba el silencio, se prohíbe decir nada, tal como si el silencio y el habla se relacionaran de algún modo.
Bajo la claridad total de una bombilla y con permiso de habla una vez ahogada la noche, un hombre reposa en un sofá mientras se entretiene con un programa de televisión a la espera de que llegue la hora de cenar; dos paredes más allá el hijo del vecino, al que solo saluda al cruzárselo por la escalera, llora.
Entretanto, su mujer se dispone a hacer un par de bistés una vez preparada ya la sopa. Se detiene un instante para mirar a través del cristal de la cocina y una leve brisa la arrastra a orillas del mar, sobre la punta del muelle de su ciudad natal, donde, siendo aún mozuela, se cruzó por primera vez con su marido. “Tienes los ojos de un azul tan intenso que se me semeja que acabaras de bajar al espigón para llenártelos de agua marina”, le dijo él una vez; “sin lugar a dudas”, se dice ella ahora, “es por ello que mis ojos derrochan agua salada al pelar una cebolla”.
En el centro de la noche, el niño empieza a gritar mal no saber, por falta de edad, hablar, aún. En el piso de encima un estudiante de filosofía lee este relato y se sonríe de la excesiva humanidad que tiene el texto, calla y, solitario, sin haber dicho nunca nada, se ahoga en su propia risa.
El ruido del cuerpo del estudiante al caer contra el suelo despierta al padre del niño que gritaba mientras el vecino del segundo segunda llega, al fin, tras una dura jornada de trabajo y con el mono sucio de grasa, a su casa: abre la puerta, se tumba sobre su cama y se duerme.
Una vez haya regresado de su viaje al pasado, la mujer del hombre que descansaba sobre el sofá, le avisara que la cena está servida; comerán viendo juntos, como cada día, el telediario y, al terminar, se irán a dormir en el mismo momento en el que el padre soltero alcanza a socorrer el llanto de su hijo. De este modo, al asomar su cabeza por encima de la baranda de la cuna, cesará el llanto y, entonces, él lo acariciará y se percatará de que ya no respira.

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